miércoles, 19 de julio de 2017

Los Macabeos








¿Quiénes fueron los Macabeos?
MUCHAS personas consideran la época de los Macabeos una caja negra escondida entre la terminación de los últimos libros de las Escrituras Hebreas y la venida de Jesucristo. 
Tal como el estudio de la caja negra de un avión estrellado permite descubrir ciertos pormenores del accidente, una mirada detenida a la era de los Macabeos, una época de transición y cambios para la nación judía, puede resultar instructiva.
¿Quiénes fueron los Macabeos? 
¿Qué efecto tuvieron en el judaísmo antes de la venida 
del predicho Mesías? (Daniel 9:25, 26.).

La oleada helenística
Alejandro Magno conquistó extensos territorios desde Grecia hasta la India (336-323 a.E.C.). 
Su vasto imperio propició la difusión del helenismo, es decir, la lengua y la cultura griegas. 
Los matrimonios de sus oficiales y soldados con las mujeres nativas resultaron en que la civilización griega y las culturas locales se mezclaran. 
Tras la muerte de Alejandro, sus generales se repartieron el reino. 
A comienzos del siglo II a.E.C., Antíoco III, de la dinastía griega de los Seléucidas, que gobernaban en Siria, conquistó Israel, hasta entonces bajo los Tolomeos, reyes helénicos de Egipto. 
¿Qué influencia tuvo el dominio helenístico en los judíos de Israel?
Cierto historiador escribe: 
“Dado que los judíos no podían evitar el contacto con sus vecinos helenizados, y menos aún con sus propios hermanos del extranjero, se hizo inevitable la absorción de la cultura griega. [...]. 
Con sólo respirar, en el período helénico, se absorbía la cultura griega”. 

Los judíos comenzaron a utilizar nombres griegos y adoptaron las costumbres y el modo de vestir helénicos en distintos grados. De manera casi imperceptible, la asimilación se hacía cada vez más fuerte.

La corrupción de los sacerdotes
Entre los judíos más receptivos a la influencia helénica se hallaban los sacerdotes. 
Para muchos de ellos, aceptar el helenismo permitiría modernizar el judaísmo. 
Uno de los que pensaban así era Jasón (llamado Josué en hebreo), hermano del sumo sacerdote Onías III. 
Durante un viaje de este a Antioquía, Jasón ofreció a las autoridades griegas un soborno. 
¿Con qué fin? Inducirlas a nombrarlo sumo sacerdote en lugar de Onías. 
El gobernante seléucida griego Antíoco Epífanes (175-164 a.E.C.) aceptó enseguida la oferta. 
Antes de eso, los soberanos griegos nunca habían intervenido en los asuntos del sumo sacerdocio judío, pero Antíoco necesitaba fondos para las campañas militares. Además, le agradaba contar con un líder judío que promoviera activamente la helenización. 
Atendiendo un pedido de Jasón, Antíoco concedió a Jerusalén la categoría de ciudad griega (polis). 
Y Jasón construyó un gimnasio donde jóvenes judíos, incluso jóvenes sacerdotes, competían en los juegos.
La traición engendró traición. 
Tres años más tarde, Menelao, quien posiblemente no era de linaje sacerdotal, ofreció un soborno más elevado, y Jasón huyó. 
A fin de pagar a Antíoco, Menelao tomó grandes sumas de dinero de la tesorería del templo. 
Puesto que Onías III (quien vivía en el exilio en Antioquía) lo denunció por ello, Menelao mandó asesinarlo.
Cuando se corrió el rumor de que Antíoco había muerto, Jasón volvió a Jerusalén con 1.000 hombres para quitarle a Menelao el puesto de sumo sacerdote. 
Pero Antíoco no estaba muerto. Al enterarse de la acción de Jasón y de los disturbios que los judíos causaban en desafío a su política helenizadora, Antíoco respondió con severidad.

Antíoco toma medidas
En su libro The Maccabees (Los Macabeos), Moshe Pearlman escribe: 
“Aunque no hay constancia explícita de ello, parece ser que Antíoco llegó a la conclusión de que había sido un error político conceder libertad religiosa a los judíos. 
Opinaba que la última rebelión que había estallado en Jerusalén no se debía a motivos puramente religiosos, sino que se debía al clima pro egipcio reinante en Judea, y que tales sentimientos políticos se habían traducido en actos violentos justamente porque los judíos, un caso único entre sus súbditos, habían buscado y obtenido un importante grado de separatismo religioso. [...] Decidió acabar con esa situación”.
El estadista y estudioso israelí Abba Eban resume lo que sucedió a continuación: 
“Durante los años 168 y 167 [a.E.C.], en rápida sucesión, hubo masacres de judíos, el Templo fue saqueado y la práctica de la religión judía fue proscrita. 
La circuncisión, al igual que la observancia del Sábado, se convirtieron en ofensas penables con la muerte. 
El insulto mayor llegó en diciembre de 167, cuando por orden de Antíoco se erigió un altar a Zeus dentro del Templo, y se exigió a los judíos que sacrificaran carne de cerdo —declarada impura por la ley judía— al dios de los griegos”. 
Durante ese período, Menelao y otros judíos helenizados continuaron en sus puestos y oficiaron en el templo profanado.
Aunque muchos judíos aceptaron el helenismo, un nuevo grupo autodenominado hasidim (los piadosos) promovía una obediencia más estricta a la Ley de Moisés. 
El pueblo llano, indignado con los sacerdotes que se habían helenizado, se ponía cada vez más del lado de los hasidim. 
Empezó entonces un período durante el cual se martirizó a muchos judíos de todo el país, pues se obligaba a la población a adoptar las costumbres y los sacrificios paganos bajo pena de muerte. 
Los libros apócrifos de los Macabeos contienen muchos relatos de hombres, mujeres y niños que prefirieron morir a transigir.

La reacción de los Macabeos
Las medidas extremas de Antíoco empujaron a muchos judíos a luchar por su religión. 
En Modín, localidad situada al noroeste de Jerusalén, cerca de la actual ciudad de Lod, se convocó a un sacerdote llamado Matatías al centro del pueblo. 
Puesto que gozaba del respeto de los pobladores, el representante del rey intentó convencerlo de participar en un sacrificio pagano, para salvar su vida y dar ejemplo al resto del pueblo. 
Cuando Matatías se negó, otro judío se adelantó dispuesto a transigir. Indignado, Matatías agarró un arma y lo mató. 
Los soldados griegos se quedaron tan atónitos al ver la violenta reacción de aquel hombre de edad, que tardaron en responder. 
En cuestión de segundos, Matatías había matado también al oficial griego. Sus cinco hijos y los habitantes del pueblo dominaron a los soldados griegos antes de que estos pudieran defenderse.
Matatías gritó: ‘Todo aquel que sienta celo por la Ley, que me siga’. Para escapar de las represalias, él y sus hijos huyeron a la región montañosa. 
Al difundirse las noticias de sus actos, muchos judíos (incluidos numerosos hasidim) se unieron a ellos.
Matatías puso a su hijo Judas al frente de las operaciones militares. 
Tal vez debido a su destreza militar, a Judas lo llamaronMacabeo, que significa “martillo”. 
A Matatías y sus hijos se les llamaba asmoneos, nombre derivado de la ciudad de Hesmón o de un antepasado con ese nombre (Josué 15:27). 
No obstante, debido al papel protagónico que Judas Macabeo adquirió durante la rebelión, se comenzó a llamar a toda la familia los Macabeos.

Recuperan el templo
En el transcurso del primer año de la sublevación, Matatías y sus hijos organizaron un pequeño ejército. 
En más de una ocasión, las tropas griegas atacaron a grupos de luchadores hasidim durante el sábado. Aunque estos podrían haberse defendido, no querían violar el sábado, lo que resultó en verdaderas masacres. 
Matatías, a quien el pueblo había empezado a considerar una autoridad religiosa, dictó una disposición que permitía a los judíos defenderse durante el sábado. 
Aquello dio un nuevo impulso a la sublevación, y además fijó la pauta dentro del judaísmo de permitir a los dirigentes religiosos adaptar la ley judía a los cambios de circunstancias. 
El Talmud refleja esa tendencia en una declaración escrita con posterioridad: “Que profanen un sábado para que santifiquen muchos sábados” (Yoma 85b).
Tras la muerte de su anciano padre, Judas Macabeo se convirtió en el caudillo indiscutido de la sublevación.
 Consciente de que no tenía posibilidades de vencer al enemigo en batallas en campo abierto, ideó nuevos métodos, similares a los de las guerrillas de la actualidad. Atacaba las fuerzas de Antíoco en lugares donde no podían recurrir a sus métodos de defensa acostumbrados. 
De ese modo, en una batalla tras otra logró derrotar a ejércitos mucho más numerosos que el suyo.
Ante las rivalidades internas del Imperio seléucida y el poder creciente de Roma, los gobernantes se preocuparon menos por hacer cumplir los decretos antijudíos. 
Eso allanó el camino para que Judas avanzara hasta las mismas puertas de Jerusalén. 
En diciembre de 165 a.E.C. (tal vez 164), él y sus soldados tomaron el templo, purificaron sus utensilios y lo dedicaron de nuevo, exactamente tres años después de su profanación. 
Los judíos conmemoran aquel suceso todos los años en laHanuká, esto es, fiesta de la Dedicación.

La política desplaza a la piedad
Los objetivos de la sublevación se habían alcanzado. Se levantaron las prohibiciones contra la práctica del judaísmo, y se reanudaron el culto y los sacrificios en el templo.
 Satisfechos, los hasidim abandonaron el ejército de Judas Macabeo y regresaron a sus hogares. 
Pero Judas tenía otros planes. 
Dado que contaba con un ejército bien preparado, ¿por qué no utilizarlo para establecer un estado judío independiente? 
Las aspiraciones políticas reemplazaron a los motivos religiosos que habían impulsado la sublevación. 
Por consiguiente, la lucha continuó.
Con el objeto de obtener apoyo para su lucha contra la dominación seléucida, Judas Macabeo firmó un tratado con Roma. 
Si bien perdió la vida en una batalla en 160 a.E.C., sus hermanos continuaron la lucha. 
Su hermano Jonatán se las ingenió para que las autoridades seléucidas aceptaran su nombramiento como sumo sacerdote y gobernante de Judea, aunque permanecería bajo su soberanía. 
Cuando Jonatán fue traicionado, capturado y asesinado en una conspiración siria, su hermano Simón, el último de los hermanos Macabeos, asumió el poder. 
Bajo su gobierno se eliminaron los últimos vestigios de la dominación seléucida (en 141 a.E.C.). 
Simón renovó la alianza con Roma, y los dirigentes judíos lo aceptaron como gobernante y sumo sacerdote. 
Así se instaló una dinastía asmonea independiente en manos de los Macabeos.
Los Macabeos restablecieron el culto en el templo antes de la venida del Mesías (compárese con Juan 1:41, 42; 2:13-17). 
Pero si la confianza en el sacerdocio se había roto debido a las acciones de los sacerdotes helenizados, bajo los asmoneos sufrió embates aún mayores. 
En efecto, contar con un gobierno de sacerdotes politizados, en lugar de con un rey de la línea del fiel David, no redundó en verdaderas bendiciones para el pueblo judío (2 Samuel 7:16; Salmo 89:3, 4, 35, 36).

[Ilustración de la página 21]
Matatías, padre de Judas Macabeo, gritó: ‘Todo aquel que sienta celo por la Ley, que me siga’

[Reconocimiento]

Matatías haciendo un llamamiento a los refugiados judíos/The Doré Bible Illustrations/Dover Publications

Tiempo de hablar tiempo de callar



Los testigos de Jehová obedecemos el consejo bíblico de no responder cada vez que nos acusan de algo o se burlan de nosotros. Por ejemplo, un proverbio de la Biblia dice: “El que está corrigiendo al burlador está tomando para sí deshonra”
(Proverbios 9: 7, 8; 8: 26:4;)

En vez de entrar en polémica y tratar de desmentir cualquier acusación falsa, nos centramos en agradar a Dios
(Salmo 119:69).

Por supuesto, hay “tiempo de callar y tiempo de hablar” (Eclesiastés 3:7).

Por eso contestamos a las personas que desean conocer la verdad, pero evitamos las discusiones que no llevan a nada.

 Así seguimos las enseñanzas y el ejemplo de Jesús y de los primeros cristianos.



Jesús se quedó callado cuando lo acusaron falsamente ante Pilato (Mateo 27:11-14; 1 Pedro 2:21-23). Tampoco respondió cuando lo acusaron de ser un borracho y un glotón. Más bien, dejó que los hechos hablaran por sí mismos, según el principio: “La sabiduría queda probada justa por sus obras” (Mateo 11:19). Pero cuando hizo falta, sí que respondió con valor a quienes lo calumniaron (Mateo 15:1-3; Marcos 3:22-30).


  • Jesús enseñó a sus discípulos a no desanimarse cuando los acusaran falsamente. Les dijo: “Felices son ustedes cuando los vituperen y los persigan y mentirosamente digan toda suerte de cosa inicua contra ustedes por mi causa” (Mateo 5:11, 12). Jesús también les dijo que a veces esas acusaciones les darían la oportunidad de predicar. En esos momentos, Jesús cumpliría esta promesa: “Les daré boca y sabiduría, que todos sus opositores juntos no podrán resistir ni disputar” (Lucas 21:12-15).



El apóstol Pablo aconsejó a los cristianos que evitaran las discusiones sin sentido, pues tales peleas “son inútiles y vanas” (Tito 3:9; Romanos 16:17, 18).
El apóstol Pedro animó a los cristianos a defender su fe cuando tuvieran la oportunidad (1 Pedro 3:15). En este sentido, indicó que muchas veces las acciones tienen más poder que las palabras. Escribió: “Para que haciendo el bien amordacen el habla ignorante de los hombres irrazonables” (1 Pedro 2:12-15).

El libre albedrìo y tu



¿Cuál es el punto de vista bíblico?
¿Se salvará toda la gente?
EL Dios Todopoderoso se interesa intensamente en el bienestar eterno de toda la humanidad. 
Su Palabra, la Biblia, nos dice: “Esto es excelente y acepto a la vista de nuestro Salvador, Dios, cuya voluntad es que hombres de toda clase sean salvos y lleguen a un conocimiento exacto de la verdad.” (1 Tim. 2:3, 4) “No desea que ninguno sea destruido, sino desea que todos alcancen el arrepentimiento.”(2 Ped. 3:9
Pero, ¿significa esto que con el tiempo toda la gente será salva, es decir, que conseguirán vida eterna como siervos aprobados de Dios?
Las Escrituras revelan que el Altísimo no obliga a nadie a aceptar la vida. 
Él hace todas las provisiones necesarias para que las criaturas humanas consigan Su aprobación, pero, entonces, queda con cada uno aceptar o rechazar Sus provisiones. 
Esto lo evidencian las palabras de Moisés dirigidas a la nación de Israel: “He puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la invocación de mal; y tienes que escoger la vida a fin de que te mantengas vivo, tú y tu prole, amando a Jehová tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a él; porque él es tu vida y la longitud de tus días.”—Deu. 30:19, 20.
Puesto que Jehová Dios es la fuente de la vida, solo se puede conseguir salvación obrando conforme a sus estipulaciones. 
Esto quiere decir aceptar a Jesucristo como Hijo de Dios mediante cuya muerte de sacrificio se ha hecho posible el salvarse del pecado y la muerte. 
El apóstol Pedro aclaró esto cuando le dijo lo siguiente al Sanedrín, el tribunal supremo de los judíos: “No hay salvación en ningún otro, porque no hay otro nombre debajo del cielo que se haya dado entre los hombres mediante el cual tengamos que ser salvos.”(Hech. 4:12) 
Además, el apóstol Juan llamó la atención a esto cuando declaró el propósito de su Evangelio: “Por supuesto, Jesús ejecutó muchas otras señales también delante de los discípulos, que no están escritas en este rollo. Mas éstas han sido escritas para que ustedes crean que Jesús es el Cristo el Hijo de Dios, y que, a causa de creer, tengan vida por medio de su nombre.”—Juan 20:30, 31.
Pero, ¿por qué es éste el único modo en que la gente puede conseguir salvación? ¿Por qué no es posible adquirirla simplemente llevando una vida recta?
En realidad, ninguna criatura humana puede dar prueba de ser absolutamente recta por la clase de vida que lleva. Todos erramos en palabra y hecho. ¿Quién puede decir que nunca ha sido desconsiderado, desamorado, egoísta o áspero? El apóstol cristiano Juan lo expresó de esta manera: “Si hacemos la declaración: ‘No tenemos pecado,’ a nosotros mismos nos estamos extraviando y la verdad no está en nosotros.” (1 Juan 1:8
Puesto que el primer hombre Adán arruinó su perfección al desobedecer a Dios, todos nosotros hemos nacido imperfectos. (Sal. 51:5; Rom. 5:12
Por eso, no hay nada que ninguno de nosotros podamos hacer por nuestra propia cuenta para librarnos del pecado.
Puesto que nacimos en pecado, no tenemos automáticamente ante nosotros la perspectiva de salvación. La Biblia dice: “El salario que el pecado paga es muerte.” (Rom. 6:23
Por eso, si no existiera alguna provisión para la expiación de nuestros pecados, no sería posible salvarnos y tendríamos que permanecer para siempre en las garras de la muerte. 
Prescindiendo de cuánto nos esforzáramos, el registro de nuestra vida todavía mostraría que somos criaturas humanas imperfectas, expuestas al salario del pecado.
Por lo tanto, necesitamos una provisión que expíe nuestros pecados. El único medio que Dios ha provisto para lograr esto es el sacrificio de su Hijo. El apóstol Juan escribió: “Él [Jesucristo] es un sacrificio propiciatorio por nuestros pecados, empero no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.”—1 Juan 2:2.
Sin embargo, para beneficiarnos de este sacrificio propiciatorio, tenemos que aceptarlo, reconocer nuestro estado pecaminoso, arrepentirnos de nuestros pecados, y convertirnos o dar la vuelta de un proceder incorrecto para hacer la voluntad de Dios. Toda persona que deliberadamente rehúse hacer esto no conseguirá salvación. Su situación puede compararse a la de un hombre que está a punto de ahogarse y a quien le arrojan un salvavidas pero que lo rechaza.
Sí, la persona que rechaza el medio de salvación que Dios brinda no puede esperar escapar un juicio adverso. Si acaso está vivo al tiempo en que el Señor Jesucristo se revela en gloria, perecerá. 
Esto queda comprobado en 2 Tesalonicenses 1:8, donde leemos que Jesucristo traerá “venganza sobre los que no conocen a Dios y sobre los que no obedecen las buenas nuevas acerca de nuestro Señor Jesús.” El versículo 9 continúa: “Estos mismos sufrirán . . . destrucción eterna.”
Igualmente, los que aceptan la provisión de Dios de salvación mediante Jesucristo pero que después se hacen pecadores impenitentes no serán salvos.
 A los cristianos hebreos del primer siglo de la era común se les dijo: “Si practicamos el pecado voluntariosamente después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad, no queda ya sacrificio alguno por los pecados, sino que hay cierta horrenda expectativa de juicio y hay celo ardiente que va a consumir a los que se oponen. 
Cualquiera que ha desatendido la ley de Moisés muere sin compasión, por el testimonio de dos o tres. 
¿De cuánto más severo castigo piensan ustedes que será considerado digno el que ha pisoteado al Hijo de Dios y que ha estimado como de valor ordinario la sangre del pacto por la cual fue santificado, y que ha ultrajado con desdén el espíritu de bondad inmerecida? 
Porque conocemos al que dijo: ‘Mía es la venganza; yo recompensaré’; y otra vez: ‘Jehová juzgará a su pueblo.’ Es cosa horrenda caer en las manos del Dios vivo.”—Heb. 10:26-31.
Por su modo de obrar, los malhechores deliberados e impenitentes rechazan la aplicación del sacrificio de Jesús en pro de ellos. Tratan la sangre del Hijo de Dios como si fuera de “valor ordinario” es decir, como si no tuviera más valor que la sangre de cualquier otro hombre. 
Por esto su registro de pecado permanece contra ellos, condenándolos. No hay disponible otro sacrificio para expiar su pecado y así protegerlos de la ejecución de la venganza de Dios. 
Dado que éste es el caso, ellos tienen que pagar la pena cabal por sus pecados... muerte eterna.
Simplemente no hay manera de ayudar a los que rechazan la provisión del rescate para que se arrepientan y recobren una posición aprobada con Jehová Dios. 
“Es imposible,” dice la Biblia, “tocante a los que una vez por todas han sido iluminados, y que han gustado el don gratuito celestial, y que han llegado a ser participantes de espíritu santo, y que han gustado la excelente palabra de Dios y los poderes del sistema de cosas venidero, pero que han caído en la apostasía, revivificarlos otra vez al arrepentimiento, porque de nuevo fijan en el madero al Hijo de Dios para sí mismos.”Heb. 6:4-6.
Así podemos ver que, aunque el Altísimo desea que todos sean salvos, no todos lo serán. 
Muchos seguirán rehusando aceptar el único medio de salvación; otros, después de aceptarlo, quizás lleguen a ser individuos impenitentes que insisten en seguir pecando y así pierdan los beneficios expiatorios del sacrificio de Cristo.
 Esto encierra una advertencia para todos los que desean ser salvos del pecado y la muerte. Nos es preciso ejercer cuidado para no presumir de la misericordia de Dios, cediendo a los deseos de la carne pecaminosa, y así quizás llegar al punto en que ya no es posible el arrepentimiento.