miércoles, 21 de junio de 2017

El gen de la "inmortalidad"



MUCHAS culturas tienen relatos y fábulas con las que tratan de explicar la razón por la que fallece el ser humano. Así, una leyenda africana cuenta que Dios envió un camaleón para que llevara la inmortalidad al hombre, pero viajó tan lento que se le adelantó el lagarto, portador del mensaje de la muerte. La crédula humanidad aceptó sus palabras y perdió la vida eterna.
A lo largo de la historia, los filósofos han procurado dar respuesta al interrogante de por qué expira el hombre. En el siglo IV antes de nuestra era, el filósofo griego Aristóteles enseñó que la continuación de nuestra existencia dependía de la capacidad del organismo para equilibrar el calor y el frío. Señaló: “La muerte siempre se debe a cierta falta de calor”. Platón, por su parte, afirmaba que el hombre poseía un alma imperecedera que sobrevivía al fallecimiento del cuerpo.
Hoy día, pese a los asombrosos avances de la ciencia moderna, las preguntas de los biólogos respecto al motivo del envejecimiento y la muerte aún no han recibido cumplida respuesta. Como indica el semanario londinense The Guardian Weekly: “Uno de los grandes misterios de la medicina no es por qué muere la persona aquejada de una afección cardiovascular o de cáncer, sino la que no tiene mal alguno. Si las células humanas se dividen y, mediante tal escisión, se renuevan de continuo durante unos setenta años, ¿por qué dejan súbitamente de duplicarse?”.
A fin de comprender el envejecimiento, los genetistas y biólogos moleculares han fijado su atención en la célula. Muchos científicos creen que estas unidades microscópicas encierran la clave de la longevidad. Hay quienes piensan, por ejemplo, que la ingeniería genética logrará a corto plazo vencer el cáncer y las enfermedades cardíacas. Ahora bien, ¿está la ciencia a punto de realizar el sueño del hombre de vivir para siempre?
Se descifran los secretos de la célula
Aunque las generaciones pasadas intentaron descifrar los secretos celulares, carecían del instrumental necesario para ello. Ha sido únicamente durante el siglo XX cuando los científicos han podido examinar el interior de la célula y muchas de sus partes elementales. ¿Qué han descubierto? “La célula —señala Rick Gore, escritor de temas científicos— ha resultado ser todo un microuniverso.”
Para hacerse una idea de su enorme complejidad, hay que tener presente que está constituida por billones de unidades mucho menores, llamadas moléculas. Los científicos que examinan la estructura celular descubren un orden extraordinario que evidencia diseño. Philip Hanawalt, profesor adjunto de Genética y Biología Molecular de la Universidad de Stanford, señala: “Hasta en la célula más sencilla, el crecimiento normal exige que se sucedan de forma coordinada decenas de miles de reacciones químicas”. Luego añade: “Los logros programados de estas diminutas fábricas químicas exceden por mucho a las aptitudes del científico que se afana en su laboratorio”.
Imaginémonos, pues, las enormes proporciones que tendría la tarea de tratar de extender la vida del ser humano por medios biológicos. Además de entender a fondo los componentes básicos de la vida, habría que disponer de la capacidad de manipularlos. Demos un vistazo a la célula humana para comprender mejor qué retos afrontan los biólogos.
Todo está en los genes
Dentro de cada célula existe un complejo centro de control: el núcleo. Este dirige las actividades celulares según las instrucciones codificadas que se encuentran en los cromosomas.
Los cromosomas están formados principalmente por proteínas y ácido desoxirribonucleico (ADN, para abreviar). Aunque los científicos conocían el ADN desde finales del decenio 1860-1870, no comprendieron su estructura molecular sino hasta 1953. Pero los biólogos todavía tardaron una década más en entender el “idioma” que emplean las moléculas del ADN para transmitir información genética (véase el recuadro de la pág. 22).
En los años treinta, los genetistas descubrieron que en los extremos de los cromosomas hay una breve secuencia de ADN que contribuye a estabilizarlos. Estos fragmentos de ADN se llaman telómeros (del griego té·los, final, y mé·ros, parte) y son, por su cometido, como los remates de un cordón de zapato. Sin ellos, los cromosomas tenderían a destrenzarse, dividirse en segmentos cortos, adherirse unos a otros o, de algún otro modo, volverse inestables.
Los estudiosos descubrieron posteriormente que, en la mayoría de los tipos de células, los telómeros se acortan con cada división sucesiva. Así pues, tras unas cincuenta escisiones, los telómeros quedan reducidos a nudos minúsculos, por lo que la célula deja de dividirse y termina muriendo. La primera observación de que las células al parecer realizaban un número limitado de divisiones antes de morir la hizo en los años sesenta el doctor Leonard Hayflick. De ahí que en la actualidad se llame a este fenómeno límite de Hayflick.
¿Había descubierto el doctor Hayflick la clave del envejecimiento celular? Así lo creyeron algunos. En 1975, la publicación Nature/Science Annual afirmó que los mejores expertos en el tema opinaban que “todos los seres vivos llevan en su interior un mecanismo autodestructivo programado con precisión, un reloj del envejecimiento que les va restando vitalidad”. Es más, empezó a abrigarse la esperanza de que por fin los científicos estuvieran a punto de descifrar el proceso del envejecimiento propiamente dicho.
En los años noventa, los investigadores que estudiaban las células cancerosas humanas dieron con otra pista importante sobre el “reloj celular”. Descubrieron que estas células malignas habían aprendido de algún modo a desactivarlo y podían dividirse indefinidamente. Este hallazgo condujo a los científicos a una enzima sumamente peculiar, la telomerasa, que se había descubierto en los años ochenta y que posteriormente se encontró en la mayoría de los tipos de células cancerosas. ¿Qué hace esta enzima? Podría decirse, simplificando, que alarga los telómeros y de este modo es como una llave que reajusta el “reloj celular”.
¿El fin del envejecimiento?
El estudio de la telomerasa no tardó en convertirse en uno de los campos de la biología molecular que generó más interés. Una de las implicaciones era que si los biólogos lograban valerse de esta enzima para compensar la reducción de los telómeros que sucede al dividirse normalmente las células, quizás conseguirían detener el envejecimiento o al menos demorarlo sustancialmente. Es de interés que el boletín Geron Corporation News señala que los estudios de laboratorio realizados con la telomerasa ya han demostrado que las células humanas normales pueden modificarse a fin de que adquieran “una capacidad de duplicación infinita”.
Pese a tales avances, no hay muchas razones para creer que, a corto plazo, los biólogos logren prolongarnos significativamente la vida mediante la telomerasa. ¿Por qué no? Entre otras razones, porque el envejecimiento implica mucho más que el deterioro de los telómeros. Examinemos, por ejemplo, los comentarios que hizo el doctor Michael Fossel, autor del libro Reversing Human Aging (La reversión del envejecimiento humano): “Si derrotamos el envejecimiento en su forma actual, de todos modos seguiremos degenerando con la edad de alguna manera nueva, menos conocida. Si extendemos nuestros telómeros indefinidamente, tal vez no contraigamos las enfermedades que asociamos con la ancianidad, pero terminaremos desgastándonos y muriendo”.
En efecto, existen varios factores biológicos que contribuyen a este proceso. Pero, por el momento, las respuestas siguen ocultas, fuera del alcance de los científicos. Leonard Guarente, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, reconoce: “Por ahora, el envejecimiento mantiene, a buen grado, su enigmática complejidad” (Scientific American, otoño de 1999).
Mientras los biólogos y genetistas siguen escrutando la célula a fin de entender por qué decaemos con la edad y finalmente morimos, la Palabra de Dios revela la auténtica razón. Sencillamente declara: “Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y la muerte mediante el pecado, y así la muerte se extendió a todos los hombres porque todos habían pecado” (Romanos 5:12). En efecto, fallecemos a consecuencia de un mal que la ciencia nunca podrá curar: el pecado heredado del primer hombre (1 Corintios 15:22).
Por otro lado, nuestro Creador promete anular mediante el sacrificio redentor de Cristo los efectos del pecado heredado (Romanos 6:23). Podemos tener la certeza de que el Creador sabe cómo revertir el envejecimiento y la muerte, pues el Salmo 139:16 dice: “Tus ojos vieron hasta mi embrión, y en tu libro todas sus partes estaban escritas”. Ciertamente, Jehová Dios preparó el código genético y, por así decirlo, lo escribió. Por consiguiente, cuando llegue el momento que ha designado, intervendrá para que nuestros genes permitan que las personas que obedezcan sus estipulaciones reciban vida eterna (Salmo 37:29; Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4).

EL “IDIOMA” DEL ADN


Las “letras” (unidades fundamentales) del idioma del ADN son los componentes químicos llamados bases. Hay cuatro tipos de bases: timina, adenina, guanina y citosina, que suelen abreviarse T, A, G y C. “Estas cuatro bases deben verse como las unidades de un alfabeto de cuatro letras —señala la revista National Geographic—. Al igual que combinamos las letras del abecedario para formar palabras con sentido, también combinamos las A, T, G y C que componen nuestros genes para constituir ‘palabras’ de tres letras que resulten comprensibles a la maquinaria celular.” Además, con las “palabras” genéticas se construyen “oraciones” que le indican a la célula cómo elaborar una determinada proteína. El orden en que estén dispuestas las letras del ADN determina si la proteína funcionará como una enzima que nos ayude a hacer la digestión, como un anticuerpo que combata una infección o como cualquier otra de los miles de proteínas del organismo. No es de extrañar que el libro The Cell (La célula) llame al ADN “los planos esenciales de la vida”.


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