MUCHAS culturas tienen
relatos y fábulas con las que tratan de explicar la razón por la
que fallece el ser humano. Así, una leyenda africana cuenta que Dios
envió un camaleón para que llevara la inmortalidad al hombre, pero
viajó tan lento que se le adelantó el lagarto, portador del mensaje
de la muerte. La crédula humanidad aceptó sus palabras y perdió la
vida eterna.
A lo largo de la
historia, los filósofos han procurado dar respuesta al interrogante
de por qué expira el hombre. En el siglo IV antes de nuestra
era, el filósofo griego Aristóteles enseñó que la continuación
de nuestra existencia dependía de la capacidad del organismo para
equilibrar el calor y el frío. Señaló: “La muerte siempre se
debe a cierta falta de calor”. Platón, por su parte, afirmaba que
el hombre poseía un alma imperecedera que sobrevivía al
fallecimiento del cuerpo.
Hoy día, pese a los
asombrosos avances de la ciencia moderna, las preguntas de los
biólogos respecto al motivo del envejecimiento y la muerte aún
no han recibido cumplida respuesta. Como indica el semanario
londinense The Guardian Weekly: “Uno de los grandes
misterios de la medicina no es por qué muere la persona
aquejada de una afección cardiovascular o de cáncer, sino la que
no tiene mal alguno. Si las células humanas se dividen y,
mediante tal escisión, se renuevan de continuo durante unos setenta
años, ¿por qué dejan súbitamente de duplicarse?”.
A fin de comprender el
envejecimiento, los genetistas y biólogos moleculares han fijado su
atención en la célula. Muchos científicos creen que estas unidades
microscópicas encierran la clave de la longevidad. Hay quienes
piensan, por ejemplo, que la ingeniería genética logrará a corto
plazo vencer el cáncer y las enfermedades cardíacas. Ahora bien,
¿está la ciencia a punto de realizar el sueño del hombre de vivir
para siempre?
Se
descifran los secretos de la célula
Aunque las generaciones
pasadas intentaron descifrar los secretos celulares, carecían del
instrumental necesario para ello. Ha sido únicamente durante el
siglo XX cuando los científicos han podido examinar el interior
de la célula y muchas de sus partes elementales. ¿Qué han
descubierto? “La célula —señala Rick Gore, escritor de temas
científicos— ha resultado ser todo un microuniverso.”
Para hacerse una idea de
su enorme complejidad, hay que tener presente que está constituida
por billones de unidades mucho menores, llamadas moléculas. Los
científicos que examinan la estructura celular descubren un orden
extraordinario que evidencia diseño. Philip Hanawalt, profesor
adjunto de Genética y Biología Molecular de la Universidad de
Stanford, señala: “Hasta en la célula más sencilla, el
crecimiento normal exige que se sucedan de forma coordinada decenas
de miles de reacciones químicas”. Luego añade: “Los logros
programados de estas diminutas fábricas químicas exceden por mucho
a las aptitudes del científico que se afana en su laboratorio”.
Imaginémonos, pues, las
enormes proporciones que tendría la tarea de tratar de extender la
vida del ser humano por medios biológicos. Además de entender a
fondo los componentes básicos de la vida, habría que disponer de la
capacidad de manipularlos. Demos un vistazo a la célula humana para
comprender mejor qué retos afrontan los biólogos.
Todo
está en los genes
Dentro de cada célula
existe un complejo centro de control: el núcleo. Este dirige las
actividades celulares según las instrucciones codificadas que se
encuentran en los cromosomas.
Los cromosomas están
formados principalmente por proteínas y ácido desoxirribonucleico
(ADN, para abreviar). Aunque los científicos conocían el ADN desde
finales del decenio 1860-1870, no comprendieron su
estructura molecular sino hasta 1953. Pero los biólogos todavía
tardaron una década más en entender el “idioma” que emplean las
moléculas del ADN para transmitir información genética (véase el
recuadro de la pág. 22).
En los años treinta, los
genetistas descubrieron que en los extremos de los cromosomas hay una
breve secuencia de ADN que contribuye a estabilizarlos. Estos
fragmentos de ADN se llaman telómeros (del griego té·los,
final, y mé·ros, parte) y son, por su cometido, como los
remates de un cordón de zapato. Sin ellos, los cromosomas tenderían
a destrenzarse, dividirse en segmentos cortos, adherirse unos a otros
o, de algún otro modo, volverse inestables.
Los estudiosos
descubrieron posteriormente que, en la mayoría de los tipos de
células, los telómeros se acortan con cada división sucesiva. Así
pues, tras unas cincuenta escisiones, los telómeros quedan reducidos
a nudos minúsculos, por lo que la célula deja de dividirse y
termina muriendo. La primera observación de que las células al
parecer realizaban un número limitado de divisiones antes de morir
la hizo en los años sesenta el doctor Leonard Hayflick. De ahí
que en la actualidad se llame a este fenómeno límite de Hayflick.
¿Había descubierto el
doctor Hayflick la clave del envejecimiento celular? Así lo creyeron
algunos. En 1975, la publicación Nature/Science Annual afirmó
que los mejores expertos en el tema opinaban que “todos los seres
vivos llevan en su interior un mecanismo autodestructivo programado
con precisión, un reloj del envejecimiento que les va restando
vitalidad”. Es más, empezó a abrigarse la esperanza de que por
fin los científicos estuvieran a punto de descifrar el proceso
del envejecimiento propiamente dicho.
En los años noventa, los
investigadores que estudiaban las células cancerosas humanas dieron
con otra pista importante sobre el “reloj celular”. Descubrieron
que estas células malignas habían aprendido de algún modo a
desactivarlo y podían dividirse indefinidamente. Este hallazgo
condujo a los científicos a una enzima sumamente peculiar, la
telomerasa, que se había descubierto en los años ochenta y que
posteriormente se encontró en la mayoría de los tipos de células
cancerosas. ¿Qué hace esta enzima? Podría decirse, simplificando,
que alarga los telómeros y de este modo es como una llave que
reajusta el “reloj celular”.
¿El
fin del envejecimiento?
El estudio de la
telomerasa no tardó en convertirse en uno de los campos de la
biología molecular que generó más interés. Una de las
implicaciones era que si los biólogos lograban valerse de esta
enzima para compensar la reducción de los telómeros que sucede al
dividirse normalmente las células, quizás conseguirían detener el
envejecimiento o al menos demorarlo sustancialmente. Es de interés
que el boletín Geron Corporation News señala que los
estudios de laboratorio realizados con la telomerasa ya han
demostrado que las células humanas normales pueden modificarse a fin
de que adquieran “una capacidad de duplicación infinita”.
Pese a tales avances,
no hay muchas razones para creer que, a corto plazo, los
biólogos logren prolongarnos significativamente la vida mediante la
telomerasa. ¿Por qué no? Entre otras razones, porque el
envejecimiento implica mucho más que el deterioro de los telómeros.
Examinemos, por ejemplo, los comentarios que hizo el doctor Michael
Fossel, autor del libro Reversing Human Aging (La reversión
del envejecimiento humano): “Si derrotamos el envejecimiento en su
forma actual, de todos modos seguiremos degenerando con la edad de
alguna manera nueva, menos conocida. Si extendemos nuestros telómeros
indefinidamente, tal vez no contraigamos las enfermedades que
asociamos con la ancianidad, pero terminaremos desgastándonos y
muriendo”.
En efecto, existen varios
factores biológicos que contribuyen a este proceso. Pero, por el
momento, las respuestas siguen ocultas, fuera del alcance de los
científicos. Leonard Guarente, del Instituto Tecnológico de
Massachusetts, reconoce: “Por ahora, el envejecimiento mantiene, a
buen grado, su enigmática complejidad” (Scientific American,
otoño de 1999).
Mientras los biólogos y
genetistas siguen escrutando la célula a fin de entender por qué
decaemos con la edad y finalmente morimos, la Palabra de Dios revela
la auténtica razón. Sencillamente declara: “Por medio de un solo
hombre el pecado entró en el mundo, y la muerte mediante el pecado,
y así la muerte se extendió a todos los hombres porque todos habían
pecado” (Romanos 5:12). En efecto, fallecemos a consecuencia de un
mal que la ciencia nunca podrá curar: el pecado heredado del primer
hombre (1 Corintios 15:22).
Por otro lado, nuestro
Creador promete anular mediante el sacrificio redentor de Cristo los
efectos del pecado heredado (Romanos 6:23). Podemos tener la certeza
de que el Creador sabe cómo revertir el envejecimiento y la muerte,
pues el Salmo 139:16 dice: “Tus ojos vieron hasta mi embrión, y en
tu libro todas sus partes estaban escritas”. Ciertamente, Jehová
Dios preparó el código genético y, por así decirlo, lo escribió.
Por consiguiente, cuando llegue el momento que ha designado,
intervendrá para que nuestros genes permitan que las personas que
obedezcan sus estipulaciones reciban vida eterna (Salmo 37:29;
Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4).
EL
“IDIOMA” DEL ADN
Las
“letras” (unidades fundamentales) del idioma del ADN son los
componentes químicos llamados bases. Hay cuatro tipos de bases:
timina, adenina, guanina y citosina, que suelen abreviarse T, A, G y
C. “Estas cuatro bases deben verse como las unidades de un
alfabeto de cuatro letras —señala la revista National
Geographic—.
Al igual que combinamos las letras del abecedario para formar
palabras con sentido, también combinamos las A, T, G y C que
componen nuestros genes para constituir ‘palabras’ de tres letras
que resulten comprensibles a la maquinaria celular.” Además, con
las “palabras” genéticas se construyen “oraciones” que le
indican a la célula cómo elaborar una determinada proteína. El
orden en que estén dispuestas las letras del ADN determina si la
proteína funcionará como una enzima que nos ayude a hacer la
digestión, como un anticuerpo que combata una infección o como
cualquier otra de los miles de proteínas del organismo. No es
de extrañar que el libro The
Cell
(La célula) llame al ADN “los planos esenciales de la vida”.
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