miércoles, 21 de junio de 2017

El libro que prohibìa libros





¿POR qué sienten muchas personas recelos ante la Biblia? En determinados países pudiera deberse en parte a un instrumento del hombre para reprimir la “herejía”: el Índice de libros prohibidos. ¿Cómo es posible?
Inicialmente, la Iglesia Católica acogió con entusiasmo la invención de la imprenta, y hasta hubo papas que le dispensaron elogios y compartieron la opinión de ciertos clérigos que la llamaron “arte divino”. Sin embargo, la jerarquía eclesiástica no tardó en comprender que también constituía un medio de difundir ideas contrarias al catolicismo, de forma que para fines del siglo XV se promulgaron restricciones en varias diócesis europeas. Siguiendo esta misma línea, se introdujo el imprimátur (licencia para editar un escrito), y el quinto Concilio de Letrán (1515) impuso normas sobre la impresión cuya desobediencia llegaba incluso a acarrear la excomunión. Pero estas medidas, sobre todo una vez iniciada la Reforma protestante, no consiguieron impedir la circulación de libros e impresos considerados por la Iglesia peligrosos para la fe y la moral. De ahí que a finales del siglo XVI surgieran círculos vaticanos que manifestaron su deseo “de que no hubiera imprenta por muchos años”.

Para poner freno a lo que un jesuita italiano denominó —en fecha tan reciente como 1951— “violenta inundación cenagosa de libros infectos”, la Iglesia pensó en confeccionar una lista válida para todos sus fieles. 
En 1542 se instituyó la Inquisición romana, cuya primera medida pública fue un edicto contra la libertad editorial en el ámbito religioso. 
Cuando el anterior inquisidor general, Gian Pietro Carafa, se convirtió en 1555 en el papa Pablo IV, estableció enseguida una comisión dedicada a elaborar un catálogo de obras vedadas. 
El primer Índice de libros prohibidos de carácter universal se editó en 1559.
¿Qué tipo de libros prohibía?
La obra estaba dividida en tres secciones. La primera enumeraba los autores cuyos libros estaban proscritos en todo caso, sin importar el tema del que trataran. 
La segunda incluía los títulos de obras desaprobadas sobre cuyos autores no pesaba una condena general. 
Y la tercera impedía la lectura de una larga lista de textos anónimos. En total, el índice contenía 1.107 censuras que no solo afectaban a escritores de asuntos religiosos, sino de otro tipo de temas. 
Además, en un apéndice hacía mención de las ediciones desautorizadas de la Biblia, especificando que no se aceptaban versiones realizadas en lenguas vulgares, es decir, en los idiomas del pueblo.
Aunque en fechas anteriores ya se habían impuesto prohibiciones locales, “con estas disposiciones de obligado cumplimiento para todos los católicos, la Iglesia se pronunciaba oficialmente por vez primera contra la impresión, lectura y posesión del texto sagrado en lengua vernácula”, señala Gigliola Fragnito, profesora de Historia Moderna en la Universidad de Parma (Italia). El índice fue blanco de encarnizada oposición, tanto por parte de libreros y editores como de los gobiernos, que obtenían beneficios del negocio de la impresión. Por esta y otras razones se ordenó realizar una nueva edición, publicada en 1564, después del Concilio de Trento.
En 1571 se creó una comisión especial, la Congregación del Índice, para que llevara a cabo su revisión. En un momento llegó a haber tres autoridades con la facultad de decidir qué obras resultaban vedadas: la Congregación del Santo Oficio, la Congregación del Índice y un dignatario pontificio denominado el maestro del sacro palacio. Los conflictos de atribuciones y las divergencias de opinión sobre el hecho de si debía concederse más autoridad a los obispos o a los inquisidores locales contribuyeron a que se demorara el tercer catálogo de libros prohibidos. El índice, preparado por su respectiva congregación y promulgado por Clemente VIII en marzo de 1596, quedó suspendido a petición del Santo Oficio hasta que se proscribió más enérgicamente la lectura de versiones bíblicas en las lenguas populares.
Con esta edición, el Índice de libros prohibidos adquirió un formato más o menos estable, pese a las continuas actualizaciones a lo largo de los siglos. Muchos evangélicos, que vieron sus obras incluidas en él, lo definieron como “la mejor guía para identificar los libros más deseables”. Hay que admitir, sin embargo, que la política protestante sobre censura editorial era muy parecida a la católica.
El índice tuvo consecuencias desastrosas en la cultura, que en países como Italia se vio confinada a “un estrecho aislamiento”, según el historiador Antonio Rotondò. Un colega suyo, Guido Dall’Olio, afirma que fue “una de las causas principales del gran atraso cultural italiano respecto a la mayoría de las restantes zonas europeas”. Por irónico que parezca, algunos libros sobrevivieron porque fueron colocados en el “infierno”, nombre que recibía el apartado de muchas bibliotecas eclesiásticas donde se guardaban bajo llave las obras prohibidas.
Pero al llegar el siglo de las luces, la opinión pública asumió un papel que contribuyó a la decadencia gradual del “más imponente aparato represor levantado contra la libertad de imprenta”. En 1766, un editor italiano escribió: “Es el público, y no Roma con sus prohibiciones, quien decide el mérito de los libros”. El índice fue perdiendo importancia, de modo que en 1917 se disolvió la congregación que lo redactaba. Desde 1966, dicho catálogo “ya no tiene valor de ley eclesiástica con las censuras que lo acompañan”.
La Biblia en las lenguas del pueblo
La historia del índice revela que, de todos los “libros infectos”, había uno en particular que preocupaba a las autoridades eclesiásticas: la Biblia en lengua vulgar. En el siglo XVI se incluyeron en estos catálogos “cerca de doscientas diez ediciones íntegras de la Biblia y del Nuevo Testamento”, de acuerdo con el erudito Jesús Martínez de Bujanda. Aunque los italianos habían sido durante ese siglo fervientes lectores del texto sagrado, el índice —con sus estrictas prohibiciones de las versiones bíblicas en lengua vernácula— logró alterar radicalmente la relación de este pueblo con la Palabra de Dios. “Prohibida y removida por ser fuente de herejías, la Sagrada Escritura terminó por confundirse en la mente de los italianos con los escritos de los herejes”, señala la profesora Fragnito, que añade: “El camino de la salvación para la población católica de Europa meridional transcurría a través del catecismo”, de modo que “se prefería un pueblo infantilizado a un pueblo religiosamente maduro”.
No fue sino hasta 1757 cuando el papa Benedicto XIV autorizó la lectura de “versiones de la Biblia en lengua vulgar [...] aprobadas por la sede apostólica”. Gracias a ello pudo prepararse al fin una nueva versión italiana basada en la Vulgata latina. Con todo, los católicos italianos tuvieron que esperar hasta 1958 para recibir su primera traducción bíblica completa realizada directamente a partir de los idiomas originales.

De acuerdo con Fragnito, en la actualidad son particularmente los no católicos quienes más se afanan por “difundir por doquier las Escrituras”. Entre los más activos figuran sin duda los testigos de Jehová, quienes han distribuido más de cuatro millones de ejemplares de la Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras en italiano. De esta manera han contribuido a reavivar el amor por la Palabra de Dios en los corazones de miles de personas (Salmo 119:97). 

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